martes, 20 de febrero de 2018

EL PUEBLO Y LA GENTE

Por Roberto Marra

Cuando uno habla de Pueblo, sabe de que se trata. Tan claro, como que quienes pronuncian esa palabra son los que se sienten parte de ese conglomerado de voluntades diversas, pero contenidas bajo una manta de idearios que sirve de argamasa para conformar un todo coherente de deseos, necesidades y esperanzas.
Enfrente, se encuentra “la gente”, sumatoria informe de individuos que desprecian a sus congéneres “populistas” por sus orígenes o por sus intenciones igualitarias, que les resultan insoportables, porque su razón existencial es la diferencia, la pretención de superioridad, la hegemonía de quienes más tienen.
Por encima de ambos extremos, está el Poder. Pretendidamente inalcanzable, esta casta corporativa de oligarcas, ceos y financistas, de historias oscuras y trágicas, se constituye en operadores de nuestros destinos individuales y sociales, “sobando el lomo” del Pueblo esperanzado cuando pretende desviar su atención de lo que debiera ser siempre su derrotero en busca de mejores vidas, mientras alienta el egocentrismo y el odio antipopular de esa “gente” de miserables ambiciones y nula solidaridad.
Como si fueran estancieros palmeando las espaldas de sus peones para agradecerles su servilismo irritante, así actúan los poderosos encaramados en la estructura del Estado. No más que esa palmada obtendran los ilusionados bebedores del derrame que jamás llegará. Nada más que palos y balas cosecharán los que se atrevan a protestar cuando el hambre los arrincone contra el muro de la miseria.
Y sin embargo, una y otra vez regresan al engaño de creerse invitados a una fiesta que saben para pocos. Como mariposas de la noche, revolotean alrededor de la enceguecedora luz mortal del odio que el Poder les pone enfrente para no dejarles ver la realidad que los podría liberar del yugo eterno al que se los somete.
Muy de vez en cuando, tanta quemadura provoca reacciones pensantes, saltos al territorio de la construcción unitaria de esperanzas ciertas, apariciones mediante de líderes imprescindibles que se adelantan a sus tiempos y son capaces de imaginar futuros con más Pueblo y menos “gente”. En esos casos, se provoca una avalancha de luchas por derechos que parecían olvidados en la letra muerta de las leyes que los poderosos dejan siempre al costado de sus caminos destructivos.
Pero allí también, en esa esperanza nueva que pareciera abrirse a una etapa de recuperación popular, aparecen las miserias, los estigmas sobre dirigentes aplastados por las falsías inventadas por los medios, los resquemores introducidos en las mentes obtusas de quienes pretenden ser más de lo que pueden, con “caballos de troya” que los poderosos saben construir en el imaginario trabajado desde las pantallas del odio y la desilusión.
Contra todo eso es la batalla. Contra los enemigos externos, y también contra el interno, ese que no nos deja volar hacia los sueños que intentan convencernos que no tenemos derecho a construir. Construcción que solo puede comenzar por las bases firmes del convencimiento en las propias fuerzas y en las convicciones que las sostengan, fruto también de los empeños de grandes hombres y mujeres que dieron sus vidas por las mismas ideas. A un costado quedará “la gente”, esa útil herramienta del poder, masa de fóbicos que solo se atreven a desear la muerte de los líderes que representen, con lealtad, al objeto de todos sus odios: el Pueblo.

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