domingo, 17 de diciembre de 2017

EL OSCURO DESTINO DE LAS BALAS

Imagen de "Taringa!"
Por Roberto Marra

Le molestó encontrarlo justo allí, frente a él, agitando ese trapo con inscripciones que agitaba como bandera. Era el Juancho. Lo reconoció enseguida, a pesar del visor oscuro del casco. Se acordó enseguida de cuando iban a pescar ranas al zanjón de las afueras del pueblo. De las tardes calurosas debajo de la higuera comiendo sandías. Cuando su abuela los llamaba a tomar el mate cocido con galletas a la media tarde. O cuando lo llamaba a traves del cerco para que lo acompañara al almacén a hacer los mandados. También cuando se encontraban con los otros amigos para jugar a la pelota descalzos en la calle de tierra.
El tiempo y las ilusiones de vivir mejor, los alejó de aquel pueblito chaqueño. Tomaron rumbos distintos: el Juancho se abrió paso con un modesto trabajo que lo ayudó para intentar estudiar en Buenos Aires, aunque nunca pudo terminar su carrera. Por su lado, él creyó ver la salida en la gendarmería. Siempre le habían atraído las armas, a pesar de nunca haber tenido una en sus manos.
Se volvieron a ver algunas veces, para los fines de año, de visita en el pueblo. Al tiempo que recordaban sus andanzas, fue descubriendo que su amigo estaba distinto. Le hablaba todo el tiempo de política, cosa que a él nunca le interesó. Le contaba de sus luchas sindicales, de cuando lo nombraron delegado en la fábrica y de otras cosas que ni recordaba. Despues, casi no volvieron a cruzarse. Hasta esa tarde en la plaza.
¿Por qué justo tenía que estar ahí? Para colmo, el oficial le había ordenado no moverse del lugar. No podía retroceder ni correrse a los lados para tratar de no verlo al Juancho y hacer que otro se encargara. Llegó el grito ordenando avanzar y tirar a discreción y no tuvo más remedio que hacerlo. El Juancho no se movía del lugar, dale que dale con la bandera, cantando las consignas junto a sus compañeros y, encima, alentándolos.
El humo de los gases empezaba a desvanecer las caras de los manifestantes, como en esas viejas películas de guerra que iban a ver juntos en el cine del pueblo. Meta balas para todos lados, tratando de evitar el lugar donde imaginaba que estaba el Juancho. Comenzaron las corridas, los palos subían y bajaban con saña sobre las cabezas, y las patadas a los cuerpos inermes en el suelo completaban el trabajo ordenado.
Por un momento el viento despejó la nube de gases y ahí estaba el Juancho, justo delante de él, abrazado a su bandera, como mirándolo a los ojos. O eso imaginó. Lo vio caer de rodillas y como de su cabeza salía mucha sangre. Seguía gritando su consigna, casi sin fuerzas. Y cayó hacia atrás, con los ojos desorbitados, temblando. Tiró el fusil, se sacó el casco y corrió a sostenerle la cabeza, mientras le gritaba: -¡Juancho, soy yo, el Néstor!- Juancho lo miró, intentando decirle algo que se ahogó en la sangre que llenó su boca. Y ya no se movió.
A su alrededor seguían los balazos, los gases y los palos. Una ambulancia llegó y se llevo el cuerpo inerme de su amigo. Y él se quedó allí parado, como atado al piso, ahogado por un llanto que le llegó desde la infancia, mientras le pareció escuchar a su abuela reclamándole: -¿Qué hiciste, Nestito, qué hiciste?-

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